29.6.11

El problema de Orwell*

Hace ya bastantes años que Noam Chomsky planteó en su obra "El conocimiento del lenguaje: su naturaleza, origen y uso" la siguiente pregunta: “cómo conocemos tan poco considerando que disponemos de una evidencia tan amplia”, cuestión a la que denominó “el problema de Orwell”, en homenaje al autor de 1984, una antiutopía en la se describe cómo el estado ha logrado poseer el control sobre el pensamiento de sus ciudadanos mediante el empleo sistemático de la propaganda y la manipulación deliberada del conocimiento del pasado. Chomsky, sin duda, estuvo acertado en escoger a Orwell como ejemplo de intelectual preocupado por esta cuestión. Pero –como él mismo indica– Orwell no fue más allá del modelo totalitario típico, en el que “los mecanismos empleados para inducir a la pasividad y al conformismo son relativamente transparentes”. Por el contrario, Chomsky se ha dedicado a estudiar y a denunciar un modelo de control del pensamiento mucho más sofisticado y sutil, justamente el modelo que funciona en las sociedades denominadas “democráticas”.

(...) El control ideológico es mucho más importante que la violencia, es el mecanismo esencial para el mantenimiento del orden, debido a que es necesario preservar la apariencia de libertad y ello implica limitar en lo posible el uso de la fuerza (aunque no del todo). Y es que la eficacia del poder en convencer a la mayoría de la población de que realmente existe libertad de pensamiento y de elección –es decir, que la propaganda y la coacción son cosas exclusivas de los estados totalitarios– es tal, que hace innecesario, la mayoría de las veces, el uso de la represión física para lograr sus fines. Precisamente, la ausencia aparente de represión, por ser innecesaria para mantener a raya a la mayoría de nosotros, es el mejor argumento que emplean para convencernos de que vivimos en una sociedad democrática.

¿Cómo logra el poder crear consenso entre la mayoría de la población acerca de sus decisiones y acerca de la configuración misma de la sociedad y del sistema político vigente, manteniendo al mismo tiempo viva la ilusión sobre su carácter democrático? Chomsky argumenta que se consigue mediante un control estricto del marco ideológico en el que se puede discutir la realidad. Aparentemente, existe libertad en debatir sobre los hechos que acontecen diariamente, pero en la práctica las posturas críticas se reducen drásticamente a aquellas que no alcanzan nunca a cuestionar los fundamentos mismos del sistema. Es así como se logra mantener la ilusión de que existe el derecho a disentir, a diferencia de los estados totalitarios, donde se exige una fidelidad total y declarada a la doctrina oficial. En las sociedades “democráticas”, en cambio, se da una apariencia de debate, de enfrentamiento ideológico y, por tanto, de libertad de pensamiento. Pero, repito, los críticos que pueden alzar su voz y tienen derecho a participar en el debate son únicamente aquellos que nunca se atreven a poner en cuestión al sistema como tal. Los que sí lo hacen son rechazados, marginados, ninguneados, simplemente, no existen, o cuando no se les puede callar, se procura restarles credibilidad. La aparente ausencia de una doctrina oficial no impide que, en la práctica, ésta sí exista, e influya de forma decisiva en el subconsciente de aquellos que tienen voz, incluso de los que son de alguna manera críticos con el poder, aunque manteniendo una fidelidad estricta a sus principios. Para Chomsky, incorporar a éstos últimos al debate ha supuesto el gran logro del sistema de propaganda de las sociedades “democráticas”, “marginando con ello la auténtica discusión crítica y racional, que ha de quedar neutralizada”. Efectivamente, la exhibición continua de un falso debate sobre la realidad social implica la ausencia de un verdadero debate, un debate libre que abra la puerta a un cambio social en profundidad, justo lo que tanto teme el poder establecido.

Chomsky se dedicó a estudiar (en "Los guardianes de la libertad: propaganda, desinformación y consenso en los medios de comunicación de masas") el papel que tienen los medios de comunicación de masas en la fabricación del consentimiento, cumpliendo la función de “inculcar a los individuos los valores, creencias y códigos de comportamiento que les harán integrarse en las estructuras institucionales de la sociedad”. Dicha función no es exclusiva, naturalmente, de los medios de comunicación de masas; otras instituciones, como la escuela o la familia, cumplen el mismo papel, pero sucede que en la sociedad actual los medios han adquirido tal poder e influencia que logran ensombrecer la actuación de las demás instituciones, hasta el punto de convertirlas casi en meras subordinadas. Dicho poder e influencia, sin duda, tienen mucho que ver con la premisa según la cual los medios –especialmente los de propiedad privada– son los garantes principales de la mismísima democracia, debido a su supuesta independencia respecto al poder (que la mayoría de nosotros confundimos con el político). De repetir esta idea hasta la saciedad se encargan constantemente ellos mismos. Saben perfectamente que de ello depende su credibilidad y, por tanto, su propia existencia. Precisamente esta supuesta independencia y objetividad de los medios es uno de los rasgos que emplea el poder para sostener que la sociedad es democrática, ya que se presume que éstos ejercen el papel de “guardianes de la libertad”, gracias a su vigilancia constante de lo que hace el gobierno. Sin embargo, intelectuales de la talla de Chomsky, y otros como él, se han encargado de tirar por tierra este mito, precisamente destacando la labor propagandística que los medios ejercen a favor, sobre todo, del poder económico, los cuales reservan sus críticas al poder político casi en exclusiva, aunque ajustándose la mayoría de las veces a los intereses de éste último, por supuesto.

(...) Por otro lado, Chomsky nos recuerda que la naturaleza misma de los medios y su necesidad de proporcionar un flujo continuo e ininterrumpido de información les obliga a estar sometidos a las fuentes de información oficiales, es decir: el gobierno y las empresas, los cuales se convierten en propagandistas de sí mismos. Todos conocemos el papel que el Pentágono y las agencias de inteligencia norteamericanas tienen, y han tenido, en elaborar propaganda a favor de sus intereses imperiales. Pero no son tan conocidas las actividades de la comunidad empresarial en el terreno de la comunicación, con sus fundaciones, sus think tanks y sus “expertos” a sueldo, reclutados en el mundo académico, empresarial e incluso funcionarial. La información procedente de fuentes oficiales –tanto públicas como privadas– reduce considerablemente los gastos que conlleva una investigación de los hechos directa e independiente, lo cual es importante cuando la rentabilidad es lo que cuenta. El dinero gastado por las agencias de información oficiales en proporcionar contenidos favorables a la prensa es considerable y ayuda a comprender qué hay de cierto en la famosa presunción de la independencia de los medios respecto al poder establecido.


Pero lo realmente paradójico es que no es mediante un ejercicio de restricción del acceso a la información –al estilo de la censura que funciona en los estados totalitarios– que el poder logra fabricar el consenso necesario para mantener a salvo la estabilidad del sistema. Chomsky arguye que sucede justamente lo contrario: el poder se permite el lujo de conceder acceso a la información a quien quiera tomarse la molestia de saber lo que realmente sucede en el mundo. Las fuentes de información están ahí, al alcance de casi todos y más hoy en día, gracias a Internet. Disponer de información suficiente como para desmontar todas y cada una de las mentiras que difunde el sistema de propaganda es posible sin violar ninguna ley ni correr el riesgo de ir a la cárcel, algo que no pudieron decir nuestros antepasados, que vivieron bajo dictaduras brutales como la de Franco. Si fuera ésa la dificultad, Internet supondría la respuesta al problema de Orwell. Pero no es así, ni mucho menos. Paradójicamente –repito– la ignorancia acerca de la realidad social es palmaria y generalizada, a pesar del volumen ingente de información generado día a día en la red. Ignacio Ramonet ("La tiranía de la comunicación") ha llamado la atención sobre la hegemonía que tiene el mensaje televisivo sobre el resto de modalidades de comunicación. La televisión impone desde los años cuarenta su visión acerca de la actualidad, de lo que es noticiable y no lo es. “La televisión construye la actualidad, provoca el shock emocional y condena prácticamente al silencio y a la indiferencia a los hechos que carecen de imágenes”. La imagen del acontecimiento –ver es comprender– se erige en sustituto mismo de la información. Se llega al extremo de que lo que no aparece en televisión no existe.

(...) La mayoría de nosotros creemos que el noticiero televisivo nos informa sobre lo que ocurre en el mundo. No es cierto, por tres razones: 1) la información televisada no pretende informar, sino distraer; 2) las noticias están tan fragmentadas y son tan superficiales que producen un efecto de saturación, no de comprensión; y 3) informarse es un trabajo más, que implica esfuerzo e interés por parte de uno, no es una actividad meramente pasiva, como la que se le exige al telespectador, lo cual es incompatible con el formato simplificado de la información televisada. La prensa escrita, para poder competir con la televisión, ha tenido que adoptar la mayor parte de sus características: fragmentación, simplificación, sensacionalismo, sacrificio del fondo en beneficio de la forma, obsesión por el tiempo corto, coyuntural, desconexión con el pasado, incluso con el más reciente. La televisión basa su poder sugestivo en la creación de emociones, lo cual no es sólo aplicable hoy en día a los programas de entretenimiento, también a los que pretenden supuestamente informar. De esta forma, la emoción que suscitan las imágenes espectaculares que colman los espacios informativos televisados sustituye a la reflexión, impide guardar distancia respecto a los acontecimientos relatados, distancia necesaria para analizar las circunstancias que los rodean. Una vez hecho esto, la verdad que ofrece la televisión es la única verdad posible. Si todos los medios muestran las mismas imágenes, éstas se convierten en lo único verdadero, sin discusión. Es así cómo los medios mienten. Nada más fácil que descontextualizar una imagen y ofrecerla sin problemas al espectador como justo lo contrario de lo que en realidad está pasando. Por otra parte, la tiranía de la imagen también implica que las fuentes de información escritas lo tienen realmente crudo para llegar al espectador, no tienen ni mucho menos la misma fuerza, ni el mismo poder de convicción. Una información que no contiene imágenes –sobre todo el tipo de imágenes que tanto gustan en televisión– no es noticia.

Hoy en día -según Ramonet-, la censura informativa no consiste en prohibir la difusión de información, sino en todo lo contrario: “la información se oculta porque hay demasiada para consumir y, por tanto, no se percibe la que falta.” Y en este propósito, la cultura de la imagen es fundamental. La ausencia aparente de censura provoca el efecto de considerar que todo lo que se muestra es real y que la realidad es lo que se muestra, pero: ¿y lo que no se muestra? ¿es que no existe? El espectador no tiene capacidad para comprobarlo, si no deja de ser mero espectador, si no renuncia al papel pasivo que se le ha asignado. En la época en que oficialmente había censura, algunos diarios aparecían con espacios en blanco que indicaban que se había eliminado información que ponía en entredicho lo que decía oficialmente el poder. Pero los noticieros televisados buscan precisamente crear la impresión de que no hay nada que se les escape, y de que aquello sobre lo que no hablan, no tiene importancia. Lo consiguen gracias a la saturación a la que someten al espectador. Efectivamente, la función es distraer, no informar. La sucesión continua, sin fin, de acontecimientos sin parar, para los cuales no hay tiempo de explicar sus causas, hace sencillamente imposible la tarea.

(...) Vemos, pues, cómo el denominado cuarto poder, antaño contrapeso de los otros tres se ha convertido en un poder en sí mismo, sólo subordinado al poder económico, del cual emana, mientras el poder político –el único legitimado por las urnas– se ve constreñido por ambos en su capacidad de actuar. La respuesta al problema de Orwell: ¿cómo sabemos tan poco, disponiendo de una gran cantidad de información a nuestro alcance?, se encuentra –como hemos podido comprobar– en la capacidad casi infinita de que gozan los medios de comunicación de masas para manipular la realidad a su antojo, respondiendo a los intereses económicos de los dueños –directos o indirectos– de grandes imperios de la comunicación cada vez más concentrados. La visión de la realidad social que transmiten los medios no es casual, responde a los deseos de sus amos, las personas más poderosas de este mundo. Ellos han conseguido imponer, a lo largo de los años, un tipo de periodismo fiel y obediente, obsesionado con la rentabilidad económica, que menosprecia la calidad informativa y busca conseguir la máxima audiencia, un periodismo para nada independiente del poder.


*Texto original en http://goo.gl/xqROQ